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Cuando una vida llega a su fin, el cuerpo humano inicia un viaje asombroso y complejo. Este proceso, aunque pueda parecer oscuro, es un recordatorio de cómo incluso en la muerte el cuerpo sigue siendo un ecosistema lleno de actividad.
Todo comienza a los pocos minutos tras el último latido. En un fenómeno llamado pallor mortis, la piel empieza a perder su color porque la sangre deja de circular por los capilares. Aunque ocurre en todas las personas, los cambios son más visibles en tonos de piel más claros. Paralelamente, el cuerpo comienza a enfriarse, perdiendo aproximadamente 1.5 °F (0.84 °C) por hora, hasta igualarse con la temperatura ambiental.
Sin embargo, incluso mientras se enfría, el cuerpo está lejos de estar inactivo. Las células privadas de oxígeno inician un proceso llamado autolisis o autodigestión, en el que las enzimas comienzan a descomponer las membranas celulares. Este proceso libera pigmentos que se acumulan en los vasos sanguíneos, generando manchas púrpuras o rojizas visibles en la piel horas más tarde.
Aproximadamente entre dos y seis horas después de la muerte, los músculos se endurecen debido a un fenómeno conocido como rigor mortis. Este endurecimiento ocurre porque las proteínas responsables de la contracción muscular se bloquean, dejando el cuerpo rígido. Para los encargados de preparar un cuerpo para un funeral, como los embalsamadores, esto puede suponer un desafío técnico.
Luego entran en acción las bacterias que siempre han habitado nuestro cuerpo. Mientras vivimos, estas bacterias, especialmente las del intestino, están controladas por el sistema inmunológico. Tras la muerte, quedan libres para expandirse y comenzar su trabajo: descomponer tejidos, viajando por los vasos sanguíneos hacia órganos como el corazón y el cerebro. Este proceso, llamado putrefacción, suele completarse varios días después, produciendo gases que hinchan el cuerpo y rompen la piel, atrayendo insectos al festín.
La descomposición varía según factores como el entorno, la causa de muerte o incluso la ropa que lleva el cuerpo. Para retrasar este proceso, la humanidad ha desarrollado técnicas como el embalsamamiento. Desde métodos antiguos que usaban miel o vino, hasta técnicas modernas que emplean soluciones de formaldehído, el objetivo siempre ha sido preservar el cuerpo para honrar su memoria en los días siguientes a la muerte.
Aunque la descomposición es inevitable, es un recordatorio de que incluso en el final, el cuerpo sigue contando historias: las de un ciclo de vida que no se detiene.
Fuente: VER